martes, 5 de junio de 2012

Y para acabar, el cruce del Atlántico


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One doesn't discover new lands without consenting to lose sight of the shore for a very long time. Andre Gide
Después de 17 días y unas 2600 millas de navegación en el Papaya, aquí estoy escribiendo de nuevo, he llegado a tierra firme, a un lugar que no se mueve ni escora. He llegado a Horta, en una isla llamada Faial que pertenece al portugués archipiélago de las Azores.

He vuelto a pisar suelo europeo 15 meses después, aunque éste se encuentre aún a mil millas del continente.
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Ramón, Jerónimo (el capitán), Wences  y Gonzalo

El 15 de mayo, el mismo día en que cumplía 40 años, me lancé a la penúltima aventura de este viaje. En realidad, no sabía si era más arriesgado el embarcarme en un velero con el fin de cruzar el Atlántico, o hacerlo con tres absolutos desconocidos, todos ellos mayores que yo y con los que no tengo nada que ver.

Aunque físicamente esté en Azores, técnicamente aún me encuentro República Dominicana porque no consideré seguir toda la legalidad y me salté el control de inmigración, así que mi salida del país no consta en ningún sitio.

Minutos antes de partir llamo a mis padres y no les localizo, pero sí a mi hermana Eva. Está con mi sobrina Daniela, de dos años y a la que apenas conozco porque, cuando salí era muy pequeña. También están mis padres, que se despiden emocionados. Mi padre me recuerda que, cuando llegue, ya seré una persona mayor. ¿Será una nueva manera de decirme que cuando llegue tendré que sentar cabeza? Nunca me había dicho nada parecido, así que tendré que preguntarle qué quiso decir en cuanto pueda charlar con él.

La verdad es que me cuesta hablar con ellos, me emociono y no me salen las palabras. Tengo un nudo en la garganta, no sé si de la emoción por la despedida, por mi cumpleaños o porqué. Escuchar a Daniela cantándome el cumpleaños feliz me dibuja una enorme sonrisa en la cara, pero no puedo evitar soltar alguna que otra lágrima.

Hago una última llamada y, tan pronto acabo, soltamos amarras. Son las 7.30 de la mañana y ponemos rumbo norte para atravesar la bahía de Samaná y dirigirnos hacia Bermuda. Hace buen tiempo, tenemos un viento constante de unos 20 nudos y navegamos con rumbo 30º empujados por los vientos alisios que vienen del Este. Este viento nos va a acompañar durante los siguientes días y eso supone que no tenemos que hacer ninguna maniobra, ningún bordo, pero también significa que el barco va a ir escorado durante varios días de manera ininterrumpida.

Escorar un barco para sentir el barco acelerar es muy agradable cuando se está haciendo una navegación costera. Navegar durante varios días con el barco fuertemente escorado y las olas golpeando incesantemente el costado, es muy incómodo, no os lo podéis imaginar. Si además, resulta que tu camarote se encuentra a proa, aquello se convierte en una especie de tortura porque es allí donde más se nota el efecto de los continuos pantocazos. Es decir, de los golpes que el barco da cada vez que no puede subir y bajar una ola suavemente, sino que eleva la parte frontal y cae con toda su fuerza como si quisiera dividir el mar en dos. En ese momento, que sucede en una de cada cinco olas, el buque golpea el agua con tremenda violencia, causando un estruendo que hace pensar que el casco se partirá en dos en cualquier momento. Además el océano es caprichoso y nos envía olas cruzadas que provocan un balanceo lateral desacompasado que se une a los golpes frontales del casco.

Mi camarote está situado a proa, en la banda de babor. Es decir, que voy a ir casi toda la travesía tocando el agua. Consta de dos literas de una anchura poco mayor que mis hombros y un armario donde me cabe la mochila pequeña. La escotilla no está bien sellada y deja entrar algo de agua cada vez que una ola barre la cubierta, algo bastante frecuente. Aparte del agua que me invade, el camarote huele terriblemente mal, como si hubiera estado años sin ventilar y hubiese sido utilizado para esconder algún cadáver que, en su última noche comió algo que le sentó mal.

Con este panorama es normal entender que los primeros tres días me encontrara a medio gas. No me mareé, pero tenía una sensación como de estar apunto de hacerlo y me encontraba un poco debilitado  Mi cuerpo se encontraba en un equilibrio inestable y mi estómago estaba entre vacío y revuelto. Necesitaba adaptarme a tanto balanceo y las condiciones de mi camarote, que no me permitían apenas descansar, no ayudaban. Al final decidí salir de esa cueva e instalarme en el salón.

Pensándolo ahora, esos han sido los peores días de la travesía.  
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Minutos antes de comenzar mi guardia
Me sorprende que, a pesar de la poca actividad que hay en el barco, es mucho el tiempo que puedo disfrutar de la más absoluta de las soledades en cubierta. No es necesario que me recluya en el salón, ahora que no tengo camarote privado, puedo encontrarme en cubierta y no tener la compañía de ninguno de los otros tres miembros de la tripulación.

Quizás había presupuesto que, dada la cantidad de horas muertas que íbamos a tener, nos íbamos a ver obligados a tener que compartir muchos momentos de conversaciones en grupo o a dos. Imaginaba que la combinación de una situación "complicada", con muchas horas por delante, guardias nocturnas, mal tiempo y lluvia durante horas, y el compartir una aventura en un espacio reducido, iba a crear un ambiente parecido al que supongo que se generaba cuando la gente hacía el servicio militar y en el que esas condiciones adversas permitían crear una camaradería y una estrecha amistad entre gente muy diferente que, en un ambiente no hostil, sería altamente improbable que se produjera.

De momento, los días van pasando y no tengo ningún tipo de estrés o preocupación. No siento la soledad porque estoy muy acostumbrado a ella y, de hecho, diría que agradezco que no sean demasiado parlanchines o insistan demasiado con sus preguntas. Me agrada esta situación de tranquilidad, de no verme obligado a socializar con ellos aunque, si se genera conversación, me apunto y dejo de leer o de hacer lo que esté haciendo. Es decir, que dejo de leer o de disfrutar de la contemplación del océano.
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Barracuda
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Dorado o Mahi-Mahi
A veces los días me recuerdan un poco a la película “El día de la marmota” porque la oferta de actividades en el barco es bastante limitada, aunque no puedo decir que me haya aburrido en ningún momento ni me haya parecido monótona la travesía. Me despierto el último porque lo hago cuando me canso de escucharles. Parece que soy el único que no se impone horarios porque ellos siguen un estricto horario al que no encuentro ningún sentido. Yo sigo con mi aproximación a la tranquilidad absoluta y le dedico horas y horas a la lectura. Pensaba que tendría mucho más tiempo para ir escribiendo, pero el movimiento del barco y las olas barriendo la cubierta lo han complicado bastante. Los primeros días no me apetecía hacer nada y luego hemos tenido días de lluvia. Casi todo lo que he escrito lo he hecho de manera desordenada y en papel. De hecho, esta entrada es un reflejo de esos retales que he ido escribiendo cuando podía.
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Partida de backgammon en cubierta 
Una de las buenas sorpresas de estos días ha sido la alimentación. A pesar de que todo el mundo nos había dicho que no pescaríamos nada, durante la mitad del trayecto ni hemos tirado la caña porque llevábamos la nevera llena de pescado. La primera semana pescamos en días alternos. A las pocas millas de salir una corvina, el tercer día una larguísima barracuda de metro y medio, un dorado, un par de bonitos de unos dos kilos y, finalmente, la gran captura, una albacora (eso dicen por aquí, a mi me vale con llamarle atún) que picó a las 5 de la mañana y que me mantuvo ocupado durante una hora hasta que la pudimos sacar. Pesó unos 40 kilos y, desde que la pescamos nos la hemos ido comiendo en todo tipo de combinaciones. Creo que voy a dejar de comer atún durante unos meses. Ayer lo vi en un restaurante y casi me da algo.
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Estas capturas han hecho que nuestro menú sea mucho más variado de lo que la lista de la compra amenazaba porque el capitán pensaba basar nuestra alimentación en la pasta y el arroz, nada de verduras, vegetales ni carne. Eso sí, he de decir que el cocinero me ha sorprendido por su versatilidad para, con las cuatro cosas que tenía, preparar una variedad sorprendente de platos.
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La gran captura del viaje, un atún de unos 40 kilos
Si los días eran bastante tranquilos, las noches me han generado diferentes sentimientos. Por un lado se hacían bastante duras debido a las guardias, que empezaban entre las nueve y las diez y acababan a las 4 o cinco y media. Salvo la primera, las otras dos te obligaban a interrumpir el sueño, a mal dormir, lo que se va acumulando y te va cansando. Cada uno estábamos dos horas y media y al acabar dejábamos paso al capitán para que él hiciera las primeras horas del día. Daba igual porque no paraba de levantarse para controlar que todo estaba bien, bajarse la actualización de la previsión del tiempo y modificar el rumbo por enésima vez cada noche.

Por otro lado, las noches eran el momento de mayor tranquilidad, de estar solo disfrutando de la mera contemplación del mar y las estrellas. Me pasaba horas de pie mirando al cielo buscando estrellas y al mar buscando luces de barcos que casi nunca aparecían. Escuchaba música y, si no llovía, aprovechaba para leer. Los primeros días eran cálidos, pero según nos fuimos desplazando al norte, las noches empezaron a ser gélidas y con mucha humedad. Si además llovía se hacía bastante duro estar ahí afuera.

Varias veces al día recibíamos una previsión del tiempo a través del teléfono vía satélite. Creo que hemos tenido suerte porque no ha llovido todo lo que pensábamos ni hemos padecido esas “encalmadas” que te detienen la marcha durante días o te obligan a ir a motor. El segundo día fue bastante duro, con mucho viento y bastante lluvia. Después tuvimos una semana tranquila con vientos de entre 15 y 20 nudos que nos permitían  hacer unas medias muy buenas y seguir ganando norte en busca de los mismos alisios que devolvieron a tantos marinos a Europa.

En menos de 7 día habíamos cubierto las primeras 1000 millas y estábamos a unas 250 al Este de Bermuda. Todo marchaba mejor de lo esperado pero aún quedaban unas 1500 millas y parecía que ya estaba todo hecho. Cuando el GPS nos indicó que nos quedaban menos de 1000 millas cometimos un error que nos ha pesado anímicamente, asumir que ya estaba hecho.

Justo en ese momento comenzamos a recibir noticias sobre las complicaciones meteorológicas que se nos venían encima. Hasta el momento nos habíamos salvado del Alberto, el primer huracán de la temporada y habíamos pasado milagrosamente entre dos frentes sin que apenas nos castigaran, pero este era un frente que se estaba formando exactamente sobre las Azores. Si alguien ha echado un vistazo al mapa de la ruta, se puede ver claramente que nos desplazamos rápidamente hacia el sur para intentar escaparnos y, cuando pensamos que ya lo habíamos despistado, pusimos rumbo 45º y nos metimos de lleno en el temporal.

¿Dónde estaba el maldito anticiclón de las Azores?

El maldito “hombre del tiempo” no había dejado de equivocarse en toda la travesía y, lo peor, estaba retrasando el momento de disfrutar de esos “gin tónicos” del famoso bar de Peter. Podíamos intentar seguir esquivando el temporal poniendo proa al este y esperar a que se desplazara al norte, que era la opción preferida por el capitán, o asumir que habíamos venido a cruzar el Atlántico y no a navegar en una piscina. Al fin y al cabo se trataba de una tormenta que nos iba a venir de popa y contábamos con un excelente barco…o eso pensábamos.

Tripulación, vamos a arriar la mayor, dos rizos al génova, los arneses de seguridad preparados, estibad correctamente todo lo que se pueda caer o romper, asegurad el mástil con la driza de la mayor. Rumbo 045º, directos a Horta. Viento entre 30 y 40 nudos (unos 70 kilómetros hora) y unas olas de varios metros de altura  que nos vienen no sólo por popa, sino que nos golpean por la aleta haciendo que el barco vaya dando incómodos bandazos de un lado a otro. El Atlántico nos ha dejado avanzar hasta aquí con cierta comodidad pero, si queremos llegar a puerto, tendremos que pagar por ello.  Son tres días de mala mar, pero ahora que vamos rumbo directo, sí que siento que ya llegamos y no me importa.

La última noche me toca la última guardia, la que comienza a las 3 de la mañana. Cuando salgo a cubierta veo las luces de la isla. Me habría gustado poder decir lo de “tierra a la vista”, pero ahora ya sólo pienso en poder decir “un trozo de carne”. Tenemos que esperar unas horas para poder entrar en el puerto con luz. El motor lleva fallando desde hace días, no tiene fuerza y hecha un preocupante humo blanco que no sabemos qué lo provoca. Tenemos que estar preparados para entrar a vela y pedir por radio que nos remolquen hasta un amarre. No es la entrada más digna, pero lo importante es que hemos superado la etapa más importante y ya puedo sentir la tierra firme. Tenía ganas de llegar. Los gin tonics de Peter son suaves, pero me gustan.

Han sido unos 17 días muy especiales. Un gran sueño cumplido que sólo repetiría para hacerlo con amigos, o eso creo.

-Soy un hombre de suerte. De verdadera suerte.
–¿Por qué? – preguntó Richard Gordon.
–Estoy loco -contestó Spellman-. Es magnífico. Es como estar enamorado, sólo que acaba bien.
-¿Hace mucho tiempo que está usted loco?
–Creo que siempre lo he estado -dijo Spellman-. Le aseguro que es la única manera de ser feliz en estos tiempos.  Tener y no tener (Ernest Hemingway)

domingo, 3 de junio de 2012

El plancton se ilumina


Es dulce tener las horas solucionadas por la contemplación y por la pereza y llevar el corazón siempre a cuestas de este ritmo de las aguas, de esta mansa respiración del mar...El camino azul, 1942. Josep Maria de Sagarra


Me gusta cuando, por la noche, me quedo solo en cubierta haciendo mi guardia. Es el momento de mayor tranquilidad del día. No hay nadie, sólo el océano, las estrellas y yo.

Me pongo en pie y me dedico a buscar luces de barcos en el horizonte, esos barcos que casi nunca aparecen pero que son causa de preocupación cuando lo hacen porque no se sabe muy bien la dirección que llevan hasta que los tienes encima. Miro el mar de estrellas que nos cubre y cuando aparecen las luces del algún avión me pregunto a dónde se dirigirá. Miro en la bitácora el rumbo que lleva y continuo maravillándome con las estrellas. Las luces del barco iluminan de color rojo y verde la espuma que éste forma en su proa.

En tierra firme las estrellas fugaces se ven muy a lo lejos y son de color blanco. En medio del océano se muestran muy cercanas, con una intensa luz verde y muy próximas a la superficie. La primera que vi pensé que era una bengala de emergencia que había tirado algún barco en peligro y me llevé un buen susto. Las que he ido viendo después me han dibujado una enorme sonrisa en la cara, como si fueran un premio que la noche me hubiera regalado.

El Atlántico te da y te quita. Te maltrata durante días con fuertes vientos y olas que golpean el costado del barco, con interminables horas de lluvia y continuos cambios en el cielo. Las nubes te impiden tener un atardecer viendo el sol caer sobre el océano, ese espectáculo del que no podemos disfrutar en Barcelona, o un amanecer de esos que tiñen de un intenso rojo toda la superficie del mar. Pero todo esto se compensa con mucho cuando te hace disfrutar de ese color azul tan intenso, un azul que no había visto en el Mediterráneo, cuando te muestra ese cielo que no tiene fin y te abruma con esa inmensidad sin horizontes alcanzables. Y cuando estás extasiado de tanta belleza, te manda a sus delfines para que te hagan disfrutar como un niño viendo sus coreografías, sus cruces en la proa del barco y sus saltos.





Durante el viaje aparecieron varias veces, pero la vez que más me sorprendieron fue cuando, después de tres días de temporal, comenzamos a escuchar sus sonidos que no eran más que su forma de exigir que les prestáramos atención. Tan pronto como nos íbamos a proa para observarles, dejaban de emitir esos sonidos y si te volvías a la popa, los volvían a hacer. Otros grupos que nos habían visitado se quedaban sólo unos minutos con nosotros, pero sabían que habíamos tenido unos días muy duros, así que se quedaron un par de horas mostrándonos cómo llegar a un puerto seguro.

El mar ejerce un efecto extraño cuando pasas mucho tiempo pendiente de él. Durante el día la espuma que se forma en la cresta de las olas te haces ver velas blancas en el horizonte. Al atardecer, esas mismas olas se oscurecen y adoptan formas similares a las de un lomo de ballena. Por la noche algún extraño efecto óptico te hace ver luces rojas en el horizonte que se asemejan a las luces de alguna ciudad lejana a la que te aproximaras. Pero no, no había nada, estaba solo.

No es cierto, no estaba solo porque en todo momento me acompañaban esas lucecitas que se ven en la popa y a ambos costados del barco y que iluminan la estela que vamos dejando, esa estela que es tan bonita cuando hay una luna a tus espaldas. Esas lucecitas, ese plancton del que hablaba Antonia Font en su “Batiscafo Katiuscas”, se ilumina por las noches.

La vida es maravillosa cuando se puede vivirla, cuando sólo cuenta el instante presente. Bernard Moitessier. El Largo Viaje