domingo, 3 de junio de 2012

El plancton se ilumina


Es dulce tener las horas solucionadas por la contemplación y por la pereza y llevar el corazón siempre a cuestas de este ritmo de las aguas, de esta mansa respiración del mar...El camino azul, 1942. Josep Maria de Sagarra


Me gusta cuando, por la noche, me quedo solo en cubierta haciendo mi guardia. Es el momento de mayor tranquilidad del día. No hay nadie, sólo el océano, las estrellas y yo.

Me pongo en pie y me dedico a buscar luces de barcos en el horizonte, esos barcos que casi nunca aparecen pero que son causa de preocupación cuando lo hacen porque no se sabe muy bien la dirección que llevan hasta que los tienes encima. Miro el mar de estrellas que nos cubre y cuando aparecen las luces del algún avión me pregunto a dónde se dirigirá. Miro en la bitácora el rumbo que lleva y continuo maravillándome con las estrellas. Las luces del barco iluminan de color rojo y verde la espuma que éste forma en su proa.

En tierra firme las estrellas fugaces se ven muy a lo lejos y son de color blanco. En medio del océano se muestran muy cercanas, con una intensa luz verde y muy próximas a la superficie. La primera que vi pensé que era una bengala de emergencia que había tirado algún barco en peligro y me llevé un buen susto. Las que he ido viendo después me han dibujado una enorme sonrisa en la cara, como si fueran un premio que la noche me hubiera regalado.

El Atlántico te da y te quita. Te maltrata durante días con fuertes vientos y olas que golpean el costado del barco, con interminables horas de lluvia y continuos cambios en el cielo. Las nubes te impiden tener un atardecer viendo el sol caer sobre el océano, ese espectáculo del que no podemos disfrutar en Barcelona, o un amanecer de esos que tiñen de un intenso rojo toda la superficie del mar. Pero todo esto se compensa con mucho cuando te hace disfrutar de ese color azul tan intenso, un azul que no había visto en el Mediterráneo, cuando te muestra ese cielo que no tiene fin y te abruma con esa inmensidad sin horizontes alcanzables. Y cuando estás extasiado de tanta belleza, te manda a sus delfines para que te hagan disfrutar como un niño viendo sus coreografías, sus cruces en la proa del barco y sus saltos.





Durante el viaje aparecieron varias veces, pero la vez que más me sorprendieron fue cuando, después de tres días de temporal, comenzamos a escuchar sus sonidos que no eran más que su forma de exigir que les prestáramos atención. Tan pronto como nos íbamos a proa para observarles, dejaban de emitir esos sonidos y si te volvías a la popa, los volvían a hacer. Otros grupos que nos habían visitado se quedaban sólo unos minutos con nosotros, pero sabían que habíamos tenido unos días muy duros, así que se quedaron un par de horas mostrándonos cómo llegar a un puerto seguro.

El mar ejerce un efecto extraño cuando pasas mucho tiempo pendiente de él. Durante el día la espuma que se forma en la cresta de las olas te haces ver velas blancas en el horizonte. Al atardecer, esas mismas olas se oscurecen y adoptan formas similares a las de un lomo de ballena. Por la noche algún extraño efecto óptico te hace ver luces rojas en el horizonte que se asemejan a las luces de alguna ciudad lejana a la que te aproximaras. Pero no, no había nada, estaba solo.

No es cierto, no estaba solo porque en todo momento me acompañaban esas lucecitas que se ven en la popa y a ambos costados del barco y que iluminan la estela que vamos dejando, esa estela que es tan bonita cuando hay una luna a tus espaldas. Esas lucecitas, ese plancton del que hablaba Antonia Font en su “Batiscafo Katiuscas”, se ilumina por las noches.

La vida es maravillosa cuando se puede vivirla, cuando sólo cuenta el instante presente. Bernard Moitessier. El Largo Viaje

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